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9 de mayo de 2009
Hikikomori
Pertenezco a una generación (nos tenemos que confesar que nos hemos vuelto creyentes en Ortega y en Gasset) que a cambio de adaptarse al cambio tecnológico ha tenido que adelgazar su capacidad de recordar hasta mínimos históricos (según rezan las noticias bursátiles). Le consulté a mi psicólogo si esto es un estigma moral y me dijo que no, que no era más que falta de atención. Sospecho que tampoco es exactamente eso, sino un límite mental en la posibilidad de adaptarse a lo novedoso. Yo qué sé... De tan delgada memoria que los sucesos recientes no engraman (¿es ésta una palabra de otra época?) en la conciencia y en el cerebro, y no quedan a disposición más que unos pocos gestos, a modo de arquetipos individuales de situación, insignificantes en sí pero a los que uno les ha ido tomando cariño como a un odradek lanoso. Así que nos gusta sentarnos en los escalones, ahora sin cigarrillo glamouroso, también en el suelo, aunque sin césped ni sauce. No nos va a hacer más jóvenes esta dedicación de los días de venus, fin de lo viejo y promesa todavía lejana en horas de lo nuevo. Ni lo queremos, ya he dicho que pertenezco a otra generación que ya se está muriendo, que nunca tuvo demasiadas esperanzas. Con un amargo esteticismo en el alma, no perdida aún, observamos los pasos que se alejan, incomprensibles y un poco alocados los gestos ajenos en nuestros ojos extrañados. Luego vendrá el tiempo de abusar de las metáforas y eufemismos, para envolver entre gongorinos trinos el canto casi silente que se lamenta. Pero no importa demasiado porque conocemos que todo eso es ironía y volubilidad conveniente de los pronombres, indefinidos. No importa, porque por un instante, o por minuto o más exactas fracciones de hora, en el mejor de los casos existentes, se ha conocido el único paraíso que conserva nuestra conciencia languideciente y desfasada (oh, el amor de los decadentes, su llorar sin lágrimas); en nosotros, que no somos capaces de viajar porque antes de ponernos en marcha ya nos hemos convencido de que es inútil, que por mucho que cambie lo que ven los ojos, tal y cual y otro más todavía paisajes admirables, de un frescor que extasía o de piedras ennoblecidas que nos llevan más allá en el deseo a otro lugar y tiempo más conveniente, de nada sirve porque los ojos son nuestros, los cerrados cada noche y los abiertos con la misma angustia a la luz del día. Pero todo esto no ha de tomarse más que como ironía y fingimiento, como si fuera un apego al lenguaje que otros conocieron y nos legaron.
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