Obligar a renunciar a la idea de patria, matando civilmente en el interior (la pena de muerte iba de suyo como última ratio, y no se escatimó el remedio), condenando a un exilio apátrida (no habrá palabras bastantes para el comportamiento rastrero de los buenos ciudadanos y gobiernos francés e inglés), sin que pese a todo dejara de funcionar la conciencia culpable (por eso había que arrojar una granada a la mina de los fusilados, para borrar las huellas), cualquier cosa vale según el principio filosófico (de derechas en este caso, pero da igual) de que "un preso es la diezmillonésima parte de una mierda" (arengaba, "a la población reclusa", I. Castrillón López , director de la Modelo de Barcelona en abril de 1941). (Sigo las informaciones de F. Moreno sobre la represión en la posguerra española, en el libro coordinado por Santos Juliá, Víctimas de la Guerra Civil, Booket, 2006.)
¿Qué piedad sirve frente a tanto mal? -inquirimos.
Milagrosamente, lo parecería en situaciones tan duras, quedaba posibilidad para el humor negro, para los juegos de lenguaje: como el de denominar, los internados en un campo de concentración francés (gobierno democrático en el país vecino, 1939 todavía), Boulevard Daladier al sitio donde estaba la indescriptible letrina (según Paul Preston, en su prontuario sobre la guerra española). Incluso aunque cupiera que el premier galo fuera homenajeable por algo que no fuera la infamia, aun así, el sonido negrísimo de las palabras de unos misérrimos españoles bastaría para derruir el castillo de la grandeur y fundirlo con la misma arena en la que estaban ellos malviviendo. Unido todo en el mismo tiempo mortal que cuantifica la arena.
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