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No sé qué habría de importarle al borrachín poeta cerrador de bares, o a Fernando Pessoa, que sea su ser extraño para el resto de los paseantes que van unánimes a sus cosas. Le importa, claro, en el sentido de que sintiéndose solo, tendrá que inventarse su compañía. Dándoles vida a los compañeros, a sus ancestros espirituales igual que a sus herederos, les concede igualmente el aliento de las palabras, tan sagradas y puras como el vino de los pobres.
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Qué a José Tomás de Lampedusa, noble lector en los bares y escritor en su cerebro: puesto que se limitaba a escuchar, hasta que decidió dejar por escrito que la historia no se mueve. No entendía el mundo...
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