(Fortunata y Jacinta, II, cerca del final)
No conoce el amor quien carece de sentido del desprecio, quien se revela incapaz de dejarlo y a otra cosa. Entonces, vamos a pensarlo, el amor consiste en la habilidad para vivir, si ésta se manifiesta en la grandeza de ánimo que es capaz de seleccionar: esto sí, pero lo otro no...
El respeto: pertenece a la mujer y la legalidad. Cuestión básica para la percepción subjetiva del hombre, para la apreciación propia de su rol, y quizás esto no haya cambiado tanto pese a las apariencias y las prédicas feministas. Al varón, en efecto, la mujer respetable, la esposa santa y dechado de virtud, le pone delante el espejo de su miseria (la del varón), y un modelo inigualable (ella) para cuando quiera volver (porque se ha hecho demasiado viejo y su atractivo ha disminuido incompasivamente). La santa necesita de su p..., de aquella mujer torturada en cuya mente no ha clavado su aguijón la abeja de la virtud.
...
Que situaciones así, en Fortunata... o en La Regenta, aniden en las novelas españolas burguesas del XIX, hasta dar en salidas de tono de nietzscheano sabor, de tal modo que en esos malentendidos seguimos malviviendo casi siglo y medio después (hombres y mujeres; los ángeles también), nos da que pensar en que un mismo aliento se extiende en ciertas épocas, sorteando valles y montañas, por doquiera. Exactamente: a la Razón, y a su dama Filosofía, a lo largo de una centuria que puede que todavía no haya acabado, se le puso un espejo delante para decirle que no se equivocara: que no era, ni mucho menos, tan bella; que habría de conocer las arrugas en el rostro y la irrebasable muerte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario