21 de abril de 2008

El nacimiento de Venus

Sorprendido por cambios sutiles en la colocación de la luna entre las nubes (dispuesta, al principio, como en un signo de interrogación, pero arriba, en la curva; hendiéndolas después, igual que la navaja el ojo; saliendo, finalmente, indecisa de ellas), caminando por entre unas calles a una hora en que no le distrae más que el viento, sólo tiene el recurso que parece provenir del interior, de una propensión a manifestar, doblándolo, lo existente.

Sea por torpeza o por la naturaleza de las cosas, lo que él manifiesta no se corresponde exactamente con lo sentido en los ojos y en la piel (la luna, las nubes, el viento, todos esos colores y vaivenes del mundo externo). A esa desviación de la verdad y de las palabras que ajustan como la mano y el guante, le gusta llamarla sus metáforas, y lo explica con otra imagen: le han proporcionado herramientas sin darle las instrucciones de uso, un órgano del que tiene que inventar su función.

Comprendamos bien: aprendió a asombrarse, hace veinticinco años o hace cien mil, de la presencia de las cosas, así que vio que hablar era útil. Pero, puesto en marcha el mecanismo no sabe parar ya: el mecanismo ha abierto, sin pedir permiso, un mundo autónomo, y tiene él que salir a la calle solo, cuando no hay nadie más que los elementos eternos y la huella mínima de la humanidad que descansa, para ver dónde aplicar esa deficiencia del lenguaje que consiste en que las voces desajustan y necesitan sus objetos.

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