Sorprendido por cambios sutiles en la colocación de la luna entre las nubes (dispuesta, al principio, como en un signo de interrogación, pero arriba, en la curva; hendiéndolas después, igual que la navaja el ojo; saliendo, finalmente, indecisa de ellas), caminando por entre unas calles a una hora en que no le distrae más que el viento, sólo tiene el recurso que parece provenir del interior, de una propensión a manifestar, doblándolo, lo existente.
Sea por torpeza o por la naturaleza de las cosas, lo que él manifiesta no se corresponde exactamente con lo sentido en los ojos y en la piel (la luna, las nubes, el viento, todos esos colores y vaivenes del mundo externo). A esa desviación de la verdad y de las palabras que ajustan como la mano y el guante, le gusta llamarla sus metáforas, y lo explica con otra imagen: le han proporcionado herramientas sin darle las instrucciones de uso, un órgano del que tiene que inventar su función.
Comprendamos bien: aprendió a asombrarse, hace veinticinco años o hace cien mil, de la presencia de las cosas, así que vio que hablar era útil. Pero, puesto en marcha el mecanismo no sabe parar ya: el mecanismo ha abierto, sin pedir permiso, un mundo autónomo, y tiene él que salir a la calle solo, cuando no hay nadie más que los elementos eternos y la huella mínima de la humanidad que descansa, para ver dónde aplicar esa deficiencia del lenguaje que consiste en que las voces desajustan y necesitan sus objetos.
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