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17 de febrero de 2008
La inteligencia neoliberal de Fernandito
Vaya por delante que yo no puedo ni soñar en compararme: ahí están sus títulos y cargos, yo -por el contrario- no soy más que un maestro prácticamente ruralizado, de vista corta sólo corregida por unos lentes que compré de mi pecunio en Óptica A., por la internet a través de la cual el ego fictor se mueve, golpea y se retira, y por la frecuentación constante y desordenada de objetos cúbicos foliáceos y desplegables, que no me va haciendo mejor sino más deprimido: incapaz mi voluntad magra de arrostrar con lo que emprende. Muy poca cosa, sólo unos ojos humildes que contemplan y le dicen a la mano lo que ha de escribir: y sucede que yo no veo esos irresponsables funcionarios que se da a entender. El cerebro, que debía ocupar el lugar intermedio entre lo percibido y lo escrito, ha llegado a dudar: ocupado con una sospecha universal que derriba creencias y seguridades. (Aquí es verdad que la mano escribe lo que le sopla Descartes.) La única certeza a la que arriba consiste en pensar que a derechas e izquierdas circula una misma y falsa y conveniente idea acerca de la función de la enseñanza: sostendrá la izquierda un concepto igualitario y asistencial de la educación, olvidando que la estatalización de las instituciones docentes, si va más allá de su mantenimiento y se entromete en el contenido, en la sustancia, no hace más que recordar el origen fascista del término (duce, educare); la derecha podrá virar y solicitar calidades y resultados. Pero unos y otros se mueven en el mismo campo acordado de juego: la irresponsabilidad de las clases políticas, legisladoras y ejecutoras, la responsabilidad total de los intermediarios contratados, los funcionarios docentes. De esta atmósfera de olvido de lo real vive Fernandito, del cual me permito imaginar un recuerdo inventado; vestido de almirante se dirigía a recibir por vez primera el cuerpo del Señor. Siendo así, no se entendía ese gesto serio que ensombrecía su rostro. Aunque lo entendía él, el niño: pensando que se podrían administrar mucho mejor los bienes espirituales de las gentes si existiera un cuerpo de expertos que impusiera las reglas de la libre empresa y selva, también en los asuntos religiosos. El padre, conocedor del hijo y de las causas de la sombra en su rostro, no sabía si admirarse más del futuro personal del niño o si temer por el de la humanidad. Esforzarse tenía para evitar que surgiera el testigo inadecuado de una lágrima furtiva que no podía ser de alegría: sumando uno y uno, dos más dos y así en sucesión ordenada, sólo cabía decir que, de camino a la iglesia catedral, el niño se iba haciendo calvinista, contable de almas y de cuerpos. Este cuento no es cierto, pero podría servir de hipótesis re/construida para explicar lo que se juega verdaderamente cuando las reglas salvajes del capital (y las de la asistencia social sólo son el barniz del capital, su parte amable, de olvido y a seguir para adelante) se pretenden aplicar en ese negocio de la salvación laica de almas, en que consiste la enseñanza, ese avatar secular de la vocación: habiendo sucedido la forma ilustrada del espíritu a la divina.
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