13 de febrero de 2008

Educación

Habrá quien considere horrible esta palabra, quien la considere fascista hasta en su raíz y lo que presupone, el culto desmedido a la juventud y la novedad, a la máquina nueva que engrasa una sociedad: siendo la experiencia el pecado de origen del adulto, y la instrucción o enseñanza lo prohibido, el supremo y único tabú. El muchacho que ha mamado abundantemente de Rousseau podrá, sin cortapisas, imponer su capricho estúpido como la voluntad humana utópica o el espíritu del volk, según quien mande y se imponga. En los genes trae, quieren decirnos, un legítimo derecho a la felicidad y al comfort, infinitamente por encima del sacrificio y la muerte ennoblecida de los padres. Habrá quien piense, y no voy a ser yo quien le quite su derecho, que sobre esta concesión infame a la sonrisa del día, como un calor del cielo inmerecido, no ha de erigirse una mente ilustrada, racional y libre, sino la efigie horrible del consumidor estulto, votante y turista.

También existirá el que albergue entre sus ideas una radicalmente contraria, mucho más exigente: la consideración reflexiva y serena de lo infinitamente grosero que es el ponerse como meta la animal satisfacción del momento, en vez de dedicarse a esa empresa triste y al final frustrada que consiste en la contemplación filosófica o meditatio mortis. Sin esperanzas ni pausas. Dejando para el mundo ajeno (de las luces y las noches) el amor ingrato de las bellas. Así sea.

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