¿Cuál es la condición del que no conoce la angustia, al ver que se le resiste la expresión, que no conoce casi nada? Fluye un caudal de sus labios, de sus manos. Un momento después no puede ya reconocer aquello como suyo.
La espontaneidad ha constituido su razón, pero carece de método y eso mismo la destruye para la vida en común: las reglas -sociales- del lenguaje.
Con un mínimo de lógica, ha de concluir en la falsedad radical de la lengua existente.
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Dado que no ha podido fotografiar el cuadro que soñó hace días, le gustaría poseer el talento para reproducirlo, convertirlo en pintura, una vez que lo ha aceptado (esa noche, porque tampoco le sucede muy a menudo) en tanto símbolo de algo. La lengua, la suya, es demasiado débil para permitirle recordar, aunque éste sea su oficio: lo sufre como el único sistema que tiene para combatir un dolor.
/La imagen es la representación, la única que le sirve: eso es lo que cuenta./
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Nuestro hombre sale del trabajo, con el paraguas en la mano, componiendo una figura que a nadie impresiona. Entra en el bar, están allí. Mirando a un lado y a otro, no sabe lo que hacer. Se decide por fin y deja el paraguas negro depositado encima de una mesa, en diagonal: creando el cuadro de la tarde.
Un rato después, en la ciudad vecina, el paraguas -que ha abandonado su mesa- le sirve de bastón para apoyarse, de medida de los pasos que da. En el camino de tierra, mojándose los zapatos -ha llovido y va caminando entre la hierba- siente que le falta el bombín para estar completamente caracterizado (él piensa en Magritte).
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Ha vuelto a encontrarles. A la pequeña broma que le gasta (correcta, distante, educada) contesta que en eso mismo iba pensando, en el bombín. Pero él se calla que también le ha pasado por la cabeza -en algún momento- el pobre y humano Chaplin, y también Tati, moviéndose entre las ruinas, el poco campo que queda para juego de los niños entre la casa ruinosa y la moderna urbanización (Mon oncle).
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