(El odio al trabajo)
En aquel país, una sabia administración de hombres, cuyas prudentes disposiciones es forzoso atribuir a arreglos de la providencia, al no poder creer que elecciones periódicas hubieran situado a los más idóneos en tan altas tareas, había logrado un feliz reparto del saber entre los hombres: nadie era más que nadie, ni había por qué suponerle a alguien un crédito superior a la hora de ponerse a razonar. Desde la escuela, si había alguien que se atreviera a manifestar algún conato de orgullo intelectual (y con mucha mayor fuerza si se trataba del maestro), ese presuntuoso era objeto del mayor desprecio.
El sistema había sido perfeccionado con el mayor grado de eficacia en las denominadas instituciones de segunda enseñanza, merced a los buenos oficios de una ciencia de nuevo cuño (dotada de arcanas reglas de verdad y rigor metodológico) que establecía como uno de sus principios la simpleza de los preceptos cartesianos de evidencia y sentido común, al considerarlos anticuados y reaccionarios modos de exploración y exposición de la realidad.
En efecto, pasó a considerarse que toda labor de enseñanza debía depender de una correcta planificación, es decir, de una poda crítica de los prejuicios que dependía básicamente de dos novedosos -aunque no tanto- principios: a) la maldad ínsita en el maestro, al que se considera depositario posible y aun probable de todas las injusticias sociales (a la vez que se estima al infante dotado de la más blanca bondad, e incluso imagen directa del creador), por lo que conviene tenerlo bien vigilado; b)una creencia absoluta en que toda actuación humana (sin excepción en ningún lugar del universo, conocido o posible) es programable, lo que sirve lo mismo para solucionar el pseudoproblema de los universales que para arreglar alguna disputa vecinal.
Algunas corrientes heterodoxas (en retirada) se atrevieron a pensar y decir que o bien b) era implicación de a) o bien sucedía a la inversa, lo cual ellos sostenían que era una flagrante violación del sagrado tabú del paso del "es" al "debe", inventaado por venerables hombres del pasado. Esto se les podía perdonar, pues todavía no se había pensado en que los hombres pudieran escapar del error. Lo que no se les podía dejar pasar era la insolencia de decir que razonamientos de ese tipo, aparte de redundantes o verborreicos, no eran más que el intento de dar gato por liebre, lo que la ciencia marxista considera "ideología" y que en las leyes comerciales se conoce como el delito de estafa.
Acallados que fueron los insolentes, pudieron los sabios (pues a la ciencia pedagógica me refiero) reescribir en tremebundos mamotretos todo el curso de la creación, y nadie tendrá derecho a mostrar su asombro por que al cabo de los años ridículos maestros anticuados, amantes de los libros de otros tiempos menos felices, sean objeto sistemático de escarnio por parte de aventajados alumnos y autorizadísimos funcionarios de ortodoxo saber (valga la redundancia). Las canas y la experiencia son objeto de burla y un concepto democrático de la cultura se extiende como una mancha de aceite a lo largo de toda la superficie del país, que por fin puede disfrutar de la paz -alejando de su corazón los torpes aguijones del conocimiento-, mostrando cada día el agradecimiento por la buena nueva alcanzada, y adorando humildemente a sus buenos dioses técnicos y comerciales: la Play Station 3, la llegada de las rebajas y todos esos agradables programas de la TV.
Os hicieráis cruces de ver, incluso, a jóvenes filósofos convencidos, alegres de tener que mostrar la utilidad y actualidad de doctrinas que, de otra manera, habrían de pasar por pasatiempos de gente de otras épocas, que todavía no han visto la verdad.
Marchóse nuestro hombre del lugar, pensando que de verdad eran felices unas gentes que no habían conocido, ni era previsible que la conocieran, la revolución calvinista de las conciencias y su cruel corolario: la maldad o imprudencia de cualquier acto que tienda a exculpar la ignorancia, como algo propio de la pereza y la falta de vergüenza. También eran más felices por -a causa de su estado natural de conveniente ceguera- no tener que suponer estos mismos vicios en sus gobernantes, y tener que verse en la idea de removerlos.
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