10 de marzo de 2007

Identificación

No sé si me serviría la designación, dar un nombre exacto: al filósofo optimista de ayer, por ejemplo. Dudo de que un conjunto de características puedan identificar a alguien en exclusiva. Todos podríamos ser ese filósofo que cae: cuando el cuerpo funciona bien y funciona en silencio, bañados por el sol, románticamente asomados al paisaje, jóvenes cuando el crepúsculo... Resulta indiferente ser un personaje privado o público, basta con ser, y hablar.

Admitiendo que el personaje tiene el nombre de X, tampoco quedaría finalmente mucho más para el conocimiento y la memoria, si ésta tiene que consistir en algo más y diferente de un catálogo de conocidos con los que nos hemos ido tropezando a lo largo del tiempo de la vida. La herencia dejada suele ser pobre, más apta para las obligaciones que para el disfrute, se limita a unas cuantas frases que vuelven, /huellas tan fugaces como las marcas que deja el dinero circulando, de pies leves/, también las que va dejando uno mismo, al aire de lo que ocurre.

(Aunque, verdaderamente, nuestro filósofo optimista es una personalidad pública, que viene practicando el gay saber desde su mocedad.)

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(Conversaciones de trabajo, que también existen)

Acerca de la primera pregunta, sobre el todo y sus fundamentos (en ese momento había pasado ya la hora del mediodía en M., el ruido ambiente -se trata de un centro educativo- era el idóneo y acostumbrado para no poder concentrarse y no poder realizar ningún insensato trabajo intelectual, el sol se asomaba tímidamente por encima de los horrendos edificios blancos de enfrente, como avergonzado de tenernos olvidados estos últimos días), cuestión a la que yo ingenuamente me acojo para declarar mi católica confesionalidad a deshoras, y no muy demasiado rigurosa, así como la necesidad que todavía tienen las sociedades de que haya filósofos que hablen (igual que se admira un vistoso espécimen de loro, especialmente hablador o nervioso) -acerca de por qué existe algo en vez de nada (x en vez de 0), enorme cuestión que me permite sacar del baúl la santa trinidad de Aristóteles (sí, él), Leibniz (otro que tal) y Heidegger el campesino (para pasmo de la escasa concurrencia que me rodea), un compañero se me declara griego y partidario de la eternidad del mundo (amén de atomista en su facción radical-primeriza). Esto es como cruzarse de brazos e invitar a no seguir hablando, si bien me sucede tener un claro en la conciencia y que sobre él venga a posarse una como verdad que desciende, dejándome a mí asombrado. Porque puede que lleve razón, que lo que sea sólo sea (haya sido y será), que todo lo demás constituya una apariencia: nosotros y nuestros anhelos, el movimiento musical de los planetas, la flecha que tiende al blanco (en los corazones francos y juveniles heridos por el rayo de una mirada) y -naturalmente- todos los conceptos religioso-metafísicos que han pretendido suplantar la verdadera eternidad atomista y atea del mundo por otra más consoladora, falsa y hogareña, hecha de padres desairados, aunque capaces de perdonar si entramos en razón.

En un orbe así, regido por el azar (contradictoria monarquía) voy pensando por la calle, lamentando mis escasas luces anteriores. Sin embargo, debe ser por el escaso rigor, no me cuadra ese admirable sistema del mundo, autónomo y semoviente (igual que una máquina pura antitermodinámica) con la visión de un hermoso Audi A6 gris metalizado con un cartel de "Se vende" que tienta hasta mi deseo de pobre. Pienso que esas líneas bellamente redondeadas no pueden ser producto de la suerte ciega, y por qué habrían de serlo la charla de los ojos y las sonrisas.

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