Se dice de un producto comunicativo de factura especial. Está gobernado por intenciones (la poesía, no), lo que ya nos dice que pretende algo, una modificación, algún tipo de efectos, un cambio de estado (en general). También nos dice que es algo aparte de la mayoría de los mortales, envueltos en una cotidianeidad irreflexiva (aunque ésta haya sido objeto atento del seso de los filósofos).
Este habla produce pavor. Se entra, aquí, en la creencia modernista de que el ser humano es algo maravilloso y está encantado de haberse conocido; se entra en un horizonte, sin cielo, de actos iguales y comparables. Yo no entiendo nada. Los hombres, al hablar, pretenden, calculan y miden sus pretensiones respectivas: generan un estado normal para la comprensión lingüística recíproca. Entre ellos nos vamos moviendo igual que enfermos, ajenos a su comunidad feliz, realmente enfermos nosotros, destruyendo nuestra propia lengua, hecha en un retiro cada vez mayor, seca y sin amor ni amistad.
Sobre esa comunidad de lenguaje asoman felices los talentos de políticos, sociólogos y pedagogos. Se avergüenzan en los abismos de la memoria los amores frustrados (las vidas privadas, el saber no pragmático del idiota).
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