28 de mayo de 2011

Tranquilidad

Si dijeran "mesa" desde la calle y me trajera el aire la palabra aquí, o si resonara recordada en mi cabeza, como habiéndolo aprendido alguna vez, aún podría suspender lo que estoy haciendo, servirme del silencio y mover un dedo y señalar: "aquí", "esto es". La magia de saber que este término (¿cuál es?) es ese objeto, que lo escrito y leído ata una cosa distinta. Eso se aprende cuando niño. Después no se conoce nada nuevo, se va olvidando el instante.

Estoy yo esta mañana, soleada, calurosa a rabiar, de un mayo finiquitado, como si me hubiera olvidado de leer. Basta de imprecisiones! No tengo ningún libro delante, ningún texto que sea cuerpo del deseo. De lo que no me veo capaz es de esas voces que resuenan y que parecen algo más complicadas que decir "mesa" y señalar mesa, olvidándome del signo y quedándome con la función. Más complicado incluso que "el trino suspendido de los pájaros según intervalos regulares", que no significa nada y, sin embargo, yo puedo girar mi cabeza hacia la ventana, que tengo aquí al lado a mi derecha y apuntar con mi dedo al cielo, ya que no al sonido, y todos me entenderiais. Pues yo sé que sois mis amigos. (Me habréis de perdonar estos abusos de la emoción. Ironía.) Voces, de otro mundo. No de la región de los muertos, pues éstos callan salvo que nosotros les prestemos su voz. Ocurre en ocasiones, pero no se debe abusar de su confianza, ni gastar nosotros nuestro tiempo (¿derretir o consumir los relojes?) en vivir según pensamos que ellos hubieran pensado. Debemos ser con ellos como los padres con los hijos: marcarles el camino, señalar su lejanía e incerteza, y no querer acompañarles, ni siquiera seguirlos. Que vayan solos y descubran. Quizás al cabo nos reconozcan a nosotros, que les soltamos a tiempo y a veces a destiempo. Así es la existencia, pero la vida viene con un don de la gracia que suple las ausencias con recursos ignorados.

Quizás me haya expresado mal y no seamos nosotros quienes le marcamos el camino a los seres difuntos, en el mismo sentido que intentamos proceder con los hijos. (Duele demasiado todo esto.) Pero sí es cierto que al cabo les redescubrimos: a los ausentes, como nuestros hijos, esperamos, nos verán a nosotros algún día.

No son esas voces, ni las calladas, aunque a a ratos imperativas, ya digo, de quienes nos dejaron; ni las alegres de los niños (hoy es día de comuniones y están convocadas las campanas y hasta las abejas que zumban; ¡quién tuviera fe algún día!).

Son las cosas que se dicen los hombres, los signos que emiten para no tener que cargar con ellas y cansarse demasiado, lo que yo no entiendo esta mañana. Idea, ciudad, justicia, amor... ¿A qué lugar apuntar cuando el Padre de todos, nacido en la ciudad de Atenas, me arroja a la cara estas palabras? Yo sé que le debo una explicación, pues estoy dispuesto a seguirle en todo. Pero comprended que me sienta un poco angustiado las veces que no me veo a la altura. (Sin duda a causa del calor y el mes; tendré quizás que bajar un poco el volumen de los sonidos que llegan de la calle, guarecerme solamente con la música interior.)

También conozco que basta con dejar de pensar, que fluyan las palabras y las mismas cosas según su arbitrio (¿inmemorial?, ¿social?) y todo se dará por añadido. Eso quise decir: tranquilidad.

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