26 de mayo de 2011

Fatalidad, ejercicio de retórica

Yo sé que me voy haciendo pariente de quien no quiero, que estos seres fantasmales se van acercando cada vez más a mí. No arrastran cadenas, me arrojan palabras graves. Grave no es la palabra. Sombrías, humm, tampoco. Desoladas no me gusta. Arrasadas, más bien, queriendo decir lo que sucede un momento antes o un momento después de la destrucción, cuando el silencio por lo inminente o por lo sido -ya- permite despuntar a la conciencia.

En espirales cada vez más profundas y dolientes se aproximan estos amigos no buscados, los seres de la noche y del averno, estos que no se han caído de borrachos y que aún les da para decir verdades. Lo mismo da que miren a quien pasa por las plazas, pensando en la mujer a quien le pedirían matrimonio, para tener una compañera de fatigas (los hijos se enredarían después entre las piernas, tropezando y dejando caer las sillas), como al parroquiano sonado de los bares (también de plaza, también de pueblo minero) que les cuenta sus cuitas, para que sepan. Podrían vivir en medio de un páramo, al lado de la carretera que cruza el país, teniendo por vecinos la brutalidad y la policía, cerca de un motel donde paran viajantes de comercio y amantes a los que urge el tiempo y quizás la culpa. Si pensara en una isla no sería distinto: a nadie encontraría más que a mí, y reduciría paisajes y casas a las proporciones de costumbre. El ojo, cuando pasan los días, lima las aristas de lo nuevo. Hasta el mismo mar rompiendo por la tarde diría con su ruido de hace eternidades que tendría que emprender la marcha de nuevo. Para perderme, fingiendo que quería encontrarme. Mis amigos y yo, ya no estoy distinguiendo sus espirales en caída libre de aquello mismo que yo siento, vinimos al mundo para no estar satisfechos. Ya no sabemos si fue primero nuestra culpa o la mala suerte, o si sucedió al revés. Quizás no tenga sentido la pregunta, ni la haya siquiera. En algún sitio fue escrito (quizás por decreto de un dios en quien no creo) desde siempre que no debíamos descansar en nuestros días ni dominar ninguna otra lengua, sino desgastar la nuestra, con la que nacimos, a ver cuál es el límite de lo que sufrimos con ella. Algo hemos de beber, mejor palabras que botellas, a fin de acotar esta desgracia que no tiene ni nombres ni grandeza.

A mí sólo me gustaría jugar con mis manos entre tu pelo, intentando deshacer el oficio funesto de la arena.

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