16 de mayo de 2011

Caro Hopper

                                    Hotel by a railroad, 1952

No hay acceso a la realidad que no pase por la representación. O sea: que no hay acceso a la realidad. Sí una mirada interior (la mujer que lee) y una exterior (el hombre que mira). Pero está la ventana de fuera cerrada (una verdad escondida) y un espejo dentro recordando la condición imaginaria, indirecta, de todo. El hombre no tiene salvación.

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Es lo que escribo muy amargo, yo lo sé. Si me conoces un poco y rascas mis palabras de artesano o de hombre desocupado (tanto monta), con sólo que me conozcas un poco ya puedes darte cuenta de que me visitan imágenes que me duelen, y no las puedo evitar. Algunas son de horror, se presentan durante el sueño o al despertar. Entonces me doy a la piedad. No hacia mí mismo, que no tengo problema en borrarme, figuradamente, del mundo--- sino compasión hacia el mundo mismo que parece incapaz de saber su menesterosidad. Una niña: y las lágrimas que me vienen y que le debo, por ella misma las evito. Soy un hombre, soy fuerte. Entonces decimos, necesitamos confesarlo, que hoy también nosotros nos encontramos un poco mal. No del cuerpo, sino de otra cosa. Del alma, y como ésta no existe (según las últimas investigaciones de los neurobiólogos ateos) no dejamos que asome nuestra queja a nuestros labios...

Otras veces estoy contento, también te lo digo. No tengo que demostrar nada. No ambiciono nada en especial, así que ni a mí mismo debo impresionarme. Me conformo con muy poco. Un libro, un papel para escribir, una cafetería en el extrarradio. Algunas veces quiero algo más y conduzco hacia ningún sitio y me voy a Portugal. Te busco. Alguien tiene que ocuparse del trabajo ingrato de pensar, las noches frías de invierno en el pueblo, las abrasadoras tardes de verano en las mismas calles o en las plazas vacías--- pensar en quienes son inconscientes y por ello viven felices y no saben del peligro. Viven felices y hay momentos en que los envidio. Ellos a mí... para nada. ¿Cómo se les va a ocurrir que este hombre gris y un poco estrafalario que pasea sempiterno una cartera azul desgastada repleta de papeles y de libros hace años que renunció a casi todo y tomó para sí la obligación de ser testigo de sus vidas? Sin tener nada segura la suya, temiendo el frío, el calor, la incomprensión y las mismas palabras, que la mayoría de las veces vienen afiladas y hieren. A veces, sin embargo, te encuentro, oh vida mía... Pero no te encuentro por mérito mío ninguno, sino por lo que me dieron quienes guardan silencio. Autoficción.

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