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23 de febrero de 2007
Sueño inquietante
Recuerda ahora que el hombre acompañaba a su hija pequeña, cogida de la mano, escaleras arriba. Al abrir la puerta, la suciedad de las paredes era repugnante, como de telarañas abigarradas, negruzcas. Tenía que inspeccionar el lugar, una especie de asilo al que debía traer a una mujer mayor. Venciendo el asco, pasó a una de las dos naves en que parecía dividirse la casa, a la derecha, en un plano algo inferior. Una mujer más joven le recibió, dándole la razón en lo que había sido su primera apreciación del lugar, y que por eso las personas allí destinadas debían ser mantenidas en la ignorancia del estado de la vivienda. Realmente, nadie podía querer ir allí por su propia iniciativa. Él, por su parte, tendría un poco más adelante la posibilidad de escribir. La mujer le señalaba la cama como el lugar que podía destinar a ese fin. Asociando ideas, él pensó que todavía era joven y se permitió hacerse ilusiones. Salió, al cabo, por un lugar diferente del que había entrado, no por la puerta que estaba en la pared medianera, sino por la pared del fondo. Bajó primero, luego le pareció subir, hasta que salió a la puerta de entrada de la calle, acompañado de la niña, a lo que parecía ser una galería apuntalada por troncos recios que, sin embargo, no parecían lo más adecuado para soportar el peso de los muros gruesos y blancos. ¿De dónde salía toda aquella gente que vio? La escalera metálica, de fortja de mala calidad, bajaba a la calle. Se dividía en dos sentidos; o mejor -eso lo recuerda-, una barandilla de separación encauzaba a los que bajaban, por una parte, y a las gentes que iban subiendo, por otra. La hija saludó a una de las mujeres que subían, a voces y por su mote, con una confianza impropia de su poca edad. La otra debió responderla más o menos en el mismo tono, como quitándole importancia a la cosa. La inquietud debió venirle a él al despertar, al acordarse de que aquella mujer había fallecido hacía poco tiempo, que a él se le había invitado -junto con otras personas- a conocer y salir de la casa de los muertos. Así que se puso a dudar de para qué debería escribir allí dentro o enamorarse de la extraña mujer, y también pensó en lo extraño del desparpajo de los niños, hablando a la cara a la muerte.
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