La misma desazón para el intérprete de sueños y el intérprete de textos: objetos que prestan su resistencia a la comprensión. (En ese sentido, casi nada, impensables.) Ajeno, es de la raza del frío, y con esa condición sería capaz de contar. Cuando comprenden los ojos -no atentos, perdidos o como entregados al milagro de lo que ven-, es el poeta: si habla, la lengua es el poema, lo que ve: la elegancia distante de la joven que va a cerrar la tienda, las botas de altos y finos tacones. Eso no le tendría que decir nada (está acostumbrado, en las ciudades pequeñas). Sólo que al dar la vuelta a la manzana ve, en medio de la acera, un zapato de mujer abandonado, y entonces decide pensar en la muchacha, o ya lo había decidido antes.
De entre los muertos es el frío, el origen de la letra: según lo ha soñado recientemente. Él sabe cuál es su mal antiguo. Es la última máscara que se pone entre él y sí mismo, la verdad que no quiere.
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Una vez que se ha producido el encuentro entre lengua y mundo, pasar discretamente por el lado, dejarlos con sus amores, no mirar atrás. Como uno que vuelve al casa y acierta a ver a los amantes apoyándose en el coche: callemos.
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