Dispersa la letra, dispersa la vida. Me sucede ahora no entender demasiado las cosas, o no querer intereresarme en entenderlas. O más bien querría pensar que así debe ser, que no debería preocuparme excesivamente. Eso no sirve, la cabeza funciona sola, entonces es cuando peor funciona: fuera de límites, autónoma, vuelta inconvenientemente sobre sí. La mente que se alimenta de sus ideas no es una buena mente, se obsesiona y no vive. No vive la persona, la sustancia entera de lo que somos: un espíritu y un cuerpo para los que existe el frío y el miedo. ¿Miedo a qué? Miedo genérico, prestigioso y social; miedo particular, enfermizo y cobarde. Viene solo y no quiere que se le establezcan límites, se adueña, habla él y a nosotros nos manda guardar silencio: el miedo es la misma lengua que se desata, deshace el nudo que la une a nosotros, que nos imaginábamos ser sus dueños, igual que nos queremos imaginar libres por entero y decidir sobre nuestras vidas. No decidimos sobre ellas, sino que estamos sobre ellas, sin saber por qué, agradecidos o miedosos, como ahora.
Desearías que ese estado insano se convirtiera de repente en alegría, que el dolor diera fruto en palabras; que el aislamiento de los otros pudiera resolverse en calor: igual que ese milagro que se imagina uno en la vida de Spinoza.
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