¿Qué eres? Lo que anotas en papeles cogidos al azar -tú no coges nada al vuelo-, escritos en sitios de paso o de parada más o menos obligatoria. Si te sintieras satisfecho de tu cuerpo, te sentirías contento de lo que escribes, porque lo escribes cuando verdaderamente podrías no hacerlo, y no dejar tu huella pobre. Es retórica, ya que no lamentas lo que dices -las cosas son para ser dichas. Para eso está el hombre sobre la tierra: para pensar, hablar e inscribir perdurablemente la realidad. Atento al cuerpo, demasiado, no te puede satisfacer tampoco el alma.
Asimismo, consiste nuestro pequeño hombre en el miedo: a los coches, los espejos, los otros; todo aquello que le hace salir de sí, ir hacia otra parte. Para esto no lo educaron. ¡Qué complejo es educar a un hombre! Porque, después de todo, él agradece las lecciones recibidas. Podría firmar cualquier manifiesto pesimista, y aun así agradecer la buena voluntad de los que le han enseñado. Aun así, es menester reconocer que no sabe ir hacia los otros, que los otros tampoco saben ir hacia él, y que mutuamente se huyen.
De manera que debe ser débil, como cuando esta tarde, en L., sale a buscar aquel cerezo tan hermoso, y no lo ve. ¿Es que ya floreció? ¿Ya se fue? Adicto a la piedad, se convence a sí mismo de que estaba destinado a satisfacerse con la belleza del paisaje y las obras humanas, como este pueblito de montaña tan maravilloso. Él debe quedar luego apartado de la vida, prometiéndoles a sus ojos que volverá pronto, en un par de semanas, a mirar solo la rotunda ladera blanca por los almendros en flor. Esto sí que sabe reconocerlo, y es gracia que igualmente se tiene que atribuir a los padres. Así sea.
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