Yo veía cine, cuando era treintañero (sí, este autofictor, lector mío caro, tenía trazas de cinéfilo y veleidades como fumar –cigarrillos- y algún lingotazo suelto de Jack Daniels). Dos de las películas que más me marcaron fueron Aflicción de Paul Schrader (el film es del año 1997; como no tuve bastante, me compré también un libro de este director acerca de tres realizadores que deben ser propiamente tres muestras de la alegría de la huerta murciana: Ozu, Dreyer, Breson), y otra de Atom Egoyan acerca de un asesino psicópata (El viaje de Felicia, 1999). Negrura, gelidez, desolación: un dios más allá que calvinista había lanzado a los seres humanos al mundo para agarrarles de sus partes hasta que murieran de dolor y desesperación. Dejé de ver cine, no entendía las historias, no me gustaba este arte industrial. Pero esta tarde agarré mi viejo videorecorder. Ya no tengo treinta y tantos, como en la serie que se veía cuando teníamos veintitantos. No estoy seguro del sentido mismo de la proposición de un dios. Ahora manda un tal De Guindos al que su homólogo (y superior) alemán saluda agarrándole por el cuello, ¿el nuestro?
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