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6 de junio de 2010
Realmente...
Las gentes del valle quieren dejarlo. Están encajonadas entre montañas sin gracia, viven en pueblos desagradables y se tienen que mover por carreteras eternamente en obras (ahora, con la crisis, parece un castigo en el infierno). Los habitantes se dan plazos, para salir y superarse. Dos años, cinco, diez, veinte, el día antes de la muerte. No se puede decir que no amen lo suyo, que lo quieran dejar para abandonarse a la ciudad. Casi nadie las ama, a las ciudades. Se las quiere tener cerca, pero lejos. Quiero decir que nos alegra la visión de la ciudad, el mar al fin de la avenida de entrada como una promesa de viajes y de ítacas, pero que estaríamos dispuestos a renunciar a ese amor hecho de tráfico, de ruido y de nervios. Mi ciudad, esa que yo amo a distancia, fue bombardeada por la aviación alemana durante la guerra civil, como represalia por el hundimiento de un barco de guerra alemán. Hubo muertos que nadie ha santificado para ninguna causa nacional. Es una pena. Éramos pobres y más que lo fuimos, en cuanto se hundió la minería (víctimas de aquella globalización ya olvidada de los mercados del hierro, del cobre y de la plata). Emigramos: a la Argentina (la parte y el todo de América: quien emigraba lo hacía, como de oficio, a la República Argentina; mi abuelo lo hizo y nunca más se supo de él). Antes de la guerra y después de ella. Hemos sabido responder con ingratitud. Traicionando nuestra piel más bella, las palabras castellanas. Oh la vieja historia de los padres que no valoran los actos de sus hijos. Que sean perdonados sus errores de padres. A finales de 1984, yo era un joven, perdió mi provincia uno de los trenes, el que cruzaba mi valle. Tampoco, veinte años después, tuvimos el agua del río caudaloso de las tierras del norte. Nos dieron razones especiosas, que nos tildaban de corruptos. Solamente éramos pobres y pensábamos, algunos, que la promesa de la patria empezaba por el agradecimiento de sus vástagos más pobres. No nos sentimos amados, menos aun los del valle. Aunque somos orgullosos a nuestra manera de humildes gentes cansadas. Marcó un paisano uno de los goles en la final de la Copa de S. M. el Rey. Reconozco que en esta ceremonia de panes y circos (pero me apasiona el fútbol, el arte de Guardiola y dios niño Messi y este año la clase de Diego Milito) yo me alegré. Como si fuera cosa mía, por lo menos parte de la velocidad del balón directo hacia la red. En el valle están nuestros vivos y nuestros muertos, aquellos que ni yo ni nadie hemos olvidado. Irían con nosotros, pues a los hombres se les dio su memoria y su discurso para recordar de donde son y lo que deben. Eso yo no lo he olvidado. Ni el sol ni el mar al que se reintegra la materia mortal de los padres.
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