Está este hombre viejísimo, intemporal, arrugadísimo con todos sus años en racimo, sentado en el portal de la vieja fonda de la cuesta, esperando que abran o que el calor se disipe. Me mira un instante, haciendo como que me conoce, o para que yo deje de mirarlo mientras se entretiene; concentrados sus ojos en las manos suyas de niño viejo. Él, que tantas veces me encontré camino de La A., donde vivía su amigo.
Minutos después, si bien podrá haber una eternidad entre medias si cada imagen da de si un mundo autosuficiente, independiente de cualquier otro, un gorrión se posa sobre una de las esferas de piedra que jalonan la avenida principal remodelada. Yo me imagino que canta y pienso en el riesgo de tropezar con una de estas esferas y descalabrarse. Nada tiene que ver el gorrión que canta o que yo me lo imagino, pero tan posible es un hecho como el otro y que se sucedan igual que ocurre todo. Sin razón.
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