... en una tarea adecuada a mi nivel intelectual: una tarea que no exige ningún nivel intelectual en concreto, pero que a mí, es que soy de veras un enfermo, me da que pensar.
No digo más, y no hay que pensar, por otra parte, en conocimientos que no pueden tener los niños pequeños.
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Me gustaría escribir sin conocer las respuestas. Cosa como de perdidos al río. Pero esto que sé, que me gustaría escribir sin conocer las respuestas a mis preguntas, no me da mayor facilidad a la hora de, realmente, ponerme a escribir. Porque antes de escribir uno es igual de malhereux. Tú ya me entiendes.
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En uno de los poemas de la antología pessoana de Álvaro de Campos (o a la inversa, si la heteronimia es reversible o negociable) aparece el desierto como realidad última de la ciudad que se erige encima; esto es, la angustia, el tedio, etc. como la verdad última de los seres, por encima o más allá de las etiquetas. ¿Alguien lo discute?
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Éste es el día de San Ballantines. Una de las maldades que escucho, pues yo tengo un oído selectivo y finísimo para las maldades, es que no están (enamorados) todos los que son (invitados). Evidentemente esto es una ñoñería consumista y una nonada existencial. Pero no deja de tener su aquel el disimulo de la verdadera condición. Lo cual representa una desgracia, metafísica incluso.
Por mi parte, el otro día me encontré en la calle con el Rolls del ricacho pretendidamente indiano, aunque ya no queda de esta gente que nos da envidia y admiramos en otras épocas. Probé, percutiendo con los nudillos, la calidad de la chapa de la carrocería aristocrática inglesa de estos automóviles de lujo, y acaricié además la victoria alada que hace de diana [de diana, no; de punto de mira o mirilla, sorry; creo] para el conductor, con todo el respeto y sin ánimo sexual. Fue una caricia frígida y reprimida, de acuerdo con la legislación vigente, de manera que mi conciencia queda tranquilamente virginal y purísima, con un ph neutro.
No tiene nada que ver lo del día de San Ballantines con la visión mágica del Rolls a la salida de mi bar enmaderado del semisótano en la curva de la Main Street de mi pequeña ciudad. Ocurre que mi existencia, comprendida en sus conceptos, se rige por hechos discontinuos de los que dan cuenta proposiciones atómicas, que representan el alimento adecuado para una inteligencia asintáctica como es la mía (pessoana de tan portuguesa o a la inversa, que lo mismo me da).
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He llegado a tal grado de pérdida de mi ser (el dasein se me ha ido por los desaguaderos del alma) que hasta los gestos de espontaneidad y cariño que soy capaz de hacer efectivos me parece a mí mismo, con sólo que hayan pasado algunos minutos, que yo no he podido ser su causante. Esto no tiene ningún sentido: sé, pero lo sé intelectualmente, sin carne humana que lo sienta, que esos actos, afortunados o no, son míos, que cuando los hago va mi vida en ello y que, llegado el caso, habrán de constituir un tanto a favor de la salvación de seres desgraciados, el día en que ante Dios solos se encuentren, desnudos, frente a frente con la verdad si es que la hay. Pero mi problema es que mis actos se me desdicen, me abandonan, nada más ejecutados, que cada día tengo que empezar de nuevo, porque no pesan en mi alma lo suficiente como para darme la idea de mi responsabilidad, creándome a la par una conducta consecuente. Ese gesto tan pequeño, debería decirme, fue un humilde acto de amor, absurdo si lo quieres, pero cuando diste ese beso tu vida iba en ello. Qué importa que fuera incomprendido. Al instante habrías podido morir e ibas a su encuentro, el del fin, en paz y alegre. En ese momento el corazón te hizo el día grande, contra lo cual nada podrían las leyes del mundo, ni tu propia miseria y errores, que siendo incontables nada podrían si el día del juicio tú supieras convencer al Que ha de decidir de tu capacidad de amar.
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