(Una antigua película de Capra, una vida de hoy)
No valdría la pena escribir (ni hablar ni existir tampoco) si no pudiera ser uno como el loco aquel que va por la calle apacible y la tarde solitaria, se aproxima al montón de ladrillos que hay al pie de la obra en construcción, agarra uno y lo arroja salvajemente contra una pared, dando un alarido desgarrador que nadie escucha. Los trozos que vuelven contra él son como las respuestas que nosotros los cuerdos esperamos, del dios o de una mujer: un sentido para nuestra vida, pero sobre todo una palabra amable capaz de engrandecer el corazón y endulzar las horas.
Hemos sido bárbaros por un momento en el decir, tenemos la cara ensangrentada para que no duela el alma, entretenida en la herida de su carne furiosa. Eso no quita que luego nos comportemos como el loco, que recoge cuidadosamente los fragmentos del ladrillo que le han herido y los echa al contenedor de la obra, con los materiales de desecho. Tampoco nosotros los cuerdos hemos dejado de ser prudentes definitivamente. Las lágrimas nos anegaron un rato, luego decidimos salir del hundimiento con una frase atroz e inesperada. Pero un poco después nada más volvemos a nuestros asuntos, a la mansedumbre de seres piadosos, reflexivos y sensatos que comentan las notas al pie del texto principal, dejando que se apague la tarde, se haga la noche y llegue el nuevo día. Así por siempre y hasta la hora de nuestra muerte.
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