En estas cuestiones, si no en todas, rige el principio de identidad: ser o no ser. Lo tuyo, ni por asomo. No es de ninguna manera, nada más que en esas fabulosas ficciones con las que se entretienen las tardes vacías. Se tolera a quien no ha demostrado ser un mal tipo, a quien muestra más bien lo contrario: campechanía, bonhomía. Incluso un buen hombre puede abusar de la confianza, revelando una cara horrible y como una promesa de asco en quien se confiesa, después de todo, del reconocimiento de que lo que es es y lo otro no, que sí, que ha abusado de la confianza y que por qué, que qué se creía, lo absurdo y disparatado de todo… Se le toleraría también después de que se lo confesara y que lo confesara, porque no es un mal tipo y bueno… Las cosas, que a veces se malinterpretan, pero que como no se han torcido del todo, pues vamos a darle una oportunidad y por lo menos no le retiramos el saludo… Un poco chiflado, vale, pero sin mal corazón… Hasta luego. Ya está.
¿Qué es lo que salva a un individuo que no tiene ideas ni claras ni oscuras, que no tiene ideas, en suma? Bien, en rigor no le salva nadie, porque en rigor nadie salva a nadie, sino él solo es quien se libra o se condena, dotado como está de razón y voluntad libre. O eso dicen. Queda, como yo hago aquí, igual que tiene que hacer él, dejar que los dedos se entreguen a su vocación de caricia, sustituyendo el cuerpo por el lenguaje inmaterial. Entonces, quizás, porque seguro no hay nada, pero quizás sí, entonces lo patético se te revuelve desde lo risible a lo compasible. Porque, volvemos a lo mismo, ya te lo has confesado y las heridas las cierra el tiempo y el espacio. Tal se escribía en uno de los relatos tremendos de Shalamov. Porque un infierno helado servía (la conciencia se asquea aun de escribirlo; pensarlo no puede) para elevar de lo grave de la soledad. Lo que de ahí tenía que surgir sería, muy probablemente, una conciencia desubjetivada y endurecida.
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