Dispuse los espejos en la sala fría en la que me había encontrado, finalmente, recluido. Estaba con mi voluntad y un tintero, cargados. Espejos, muchos, multiplicando mi superficie, en la que no se prometía interioridad. Cuando entraba la luz, bien, pero ya con las primeras sombras de la tarde, potenciadas por el silencio de pájaros retirados, tropezaba. En mí mismo.
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