Nunca podría vivir allí, rodeado de humanidad cálida.
Se reciben los beneficios de la ciudad, no se aman sus servidumbres. La ley sí y los libros, pero en absoluto las colas, hasta para comer. Para mantenerse, para seguir en lo debido.
La ciudad que fabrica la ley, alambicando las palabras y dejando que a veces de éstas surja por milagro lo justo, ha producido en esta última centuria (en estas últimas centurias) la odiosa species del comprador. (Todos lo somos. Algunos lo lamentamos.)
No se puede creer, platonizando como corresponde, que en el hormiguero diligente, en su pasividad activa (cliente; consumidor), puedan aparecer las virtudes ético-políticas. Cabe el grito unánime, que puede ser de piedad o de daño (normalmente lo primero), en ningún caso cabe la tranquilidad de la reflexión.
No se deben albergar demasiadas esperanzas, aunque aún haya jóvenes que filosofan y se atreven a circular por la otra calle. El tiempo no les pertenece, el tiempo le pertenece a los canallas que se acomodan y trepan, a los positivistas políticos. A los que ponen el bestseller encaramado en la poesía de Quevedo: tal que el polvo enamorado deba soportar la bazofia encuadernada del día, si es preciso.
(No pertenece el tiempo a los jóvenes, porque se les halaga y no se les pide, con lo que pueden dar. Pero deben dejar de ser lo que son, dejar de ser jóvenes. Deben comprender lo perecedero de su juvenil accidente.)
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