Una metáfora prestada ya no es como una puesta de sol, sino una tarjeta postal. Ya no más una moneda de oro que al caer al suelo solicita de inmediato la atención. Un billete de banco, como una deuda y una futura pena.
Pero todavía posee la suficiente gracia (¿de qué se trataría si no, de esta magnitud teológica?) para demandar el interés de los intérpretes que la recogieron al pasar. Una metáfora, supererogación del habla. Tormento y consuelo.
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