Contar los sueños no lleva a ningún sitio, aunque sea porque la narración verbal siempre va a empalidecer lo vívido del sueño. Tener sueños obedece a alguna razón, sin embargo. No sé cómo había llegado a casa del amigo (ya no sé si lo he olvidado o si es que el sueño empezaba como in medias res). Me había dicho que su padre se encontraba mal, que ya no reconocía a nadie. Padre e hijo se parecían, suele ocurrir. Puede que por eso mismo, porque se miraba él ya en el padre perdido, me hubiera dicho mi amigo que él no iba a llegar a viejo, y que esas cosas se saben. Pensé yo que era deseo suyo de no verse así, impedido y fuera del mundo como su padre. Entonces me pregunté cuánto tiempo podía disfrutar de su amistad, tuve claro que todo se acabaría (¿un año?, ¿veinte?), que éramos mortales y que tendría que acompañarlo yo en su dolor inconsciente, si es que los males del cuerpo y del cerebro se heredan. Cuando se ama se cree que esto tiene que ser así y se asienta la obligación con suavidad levísima, como de pluma de ángel de anuncio. Pero ahora estaba en su casa, lejos de la mía, sentado a su lado. Le explicaba algo a un niño con el cuaderno abierto sobre la mesa. Un hermano, pero la diferencia de edad era muy grande.
Llegó un hombre muy alto, alguien a quien conocía del trabajo. Me dijo que había venido porque sabía que mi amigo tenía las mismas dudas que él sobre el asunto. Pero yo no, me apresuré a decirle. Esa cuestión yo la tenía ya resuelta, e inmediatamente caí en la cuenta de que no tenía resuelto nada más, y que por eso estaba allí yo también. Una idea me cruzó fugazmente. Tenía que bajar a la ciudad, allí abajo, aunque delante de mí sólo tenía piedras. Como de una cantera quizás, cerca de donde yo nací, un sitio al que me escapaba de pequeño y al que algunas veces he vuelto de adulto, ya con otro ánimo. En la ciudad debía visitar alguno de los establecimientos: sabía más o menos cómo llegar a los dos primeros. Pero era el tercero el que de veras me interesaba, justo aquel cuyo dédalo de calles adyacentes hacía que se me esfumara de la memoria. Como se le esfuma a uno de los ojos de la memoria la cara de los amigos ausentes. Viene el sol, en las paredes de enfrente, a acallar un poco la tristeza de unas tardes que parecen propiamente lisboetas.
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