24 de enero de 2013

Prosopopeya

Estoy leyendo en el libro de Pons Prades, Los niños republicanos, y me resulta difícil soportar hasta la imagen de la portada. Debo ser tan poco hombre que empiezo a recordar y me vienen las lagrimas. Pons Prades, un muerto. Como a trechos lo estamos todos... Pero ¿por qué razón esta fascinación por el tiempo ido, por las memorias y autobiografías, hasta por los diarios en la medida en que consiguen condensar un átomo del tiempo y quizás una gran verdad contenida en él? A ti, el adicto de la razón pura esta obsesión debería serte extraña, volcado nada más que al futuro o a lo eterno... Bien, pongamos que estáis en lo cierto, yo no voy a sembrar vuestra duda. Bien, supongamos que soy un joven de veintiún años o casi en el verano de mil novecientos treinta y seis. Yo no puedo oír los disparos pero si que puedo oler la pólvora y hasta notar los sonidos en las vibraciones del aire cuando las recibo en la piel; y que por añadidura puedo conocer los hechos con mi excepcional juego de manos, y siempre una sonrisa. Este soy yo, un muchacho de veinte años en aquel julio que quiero ponerte delante. Un alma en silencio que anota. No puedo contarlo; eso lo sé y lo acepto, o ni siquiera me hago cuestión de ello. Tampoco puedo saberlo, un joven no conoce estas cosas, que solamente da la experiencia al doblar sin misericordia los cuarenta- digo que no puedo estar seguro, pero intuyo que lo que yo no puedo oír llegará a decirlo alguien del futuro, de mi mismo futuro, dentro de medio siglo o más, después de caminos intrincados y erráticos. No hablará mi lenguaje, sino uno más común , y quizás en ocasiones podrá acercarse a decir lo que yo noto y siento en el aire reseco del verano. No escucho los disparos, pero vibra el aire y eso no es bueno, lo entiendo perfectamente con mis manos aunque tenga para todos la mejor de las sonrisas. Soy un joven agradecido y feliz, nadie alcanzó a comunicarme un concepto del mal.

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