4 de abril de 2012

Autoficción

Un paseo. Consigo agobiarme con el tema de la investigación. Eso fue antes del paseo. Me gusta la palabra. Investigación. Estoy solo en la casa y la palabra resuena en silencio. Si estuviera en una isla, igualmente podría investigar.

No me importan las definiciones exactas, las etiquetas a las que se debe ajustar el cuadro y no a la inversa. Lo pienso mientras oigo la sirena (¿ambulancia?, ¿Guardia civil?; no, Bomberos), que no sé de dónde viene, y me doy cuenta, aunque no tiene relación, de que hace un poco de frío y que el cielo está cubierto de nubes grises.

La identidad nominal de la autoficción no me sirve tanto como el conjunto de significados y referencias, todo ese conglomerado fáctico que apunta a la identidad, y antes que nada a la subjetividad. Autoficción. Ficción de un autós, de un self, mejor y antes que ficción de un autor. Una ficción es una figura, una imagen. Cualquier concepto empieza por serlo, y cualquier realidad también, por lo mismo que en cualquier proposición se encuentra ya una interpretación. No me hace falta la referencia, sino la posibilidad de la referencia. Basta con que el lenguaje construya un cuadro del mundo. Si el texto se vende como novela, yo no necesito más. Entre la memoria autobiográfica y la novela autobiográfica de personaje totalmente inventado hay todo un continuo: se ven los extremos, no se ven las transiciones. No existe una solución de continuidad, un aquí sí y un aquí ya no. La adscripción genérica consiste en una atribución genérica, es puramente aproximativa.

Investigo que investigo. Me aplico el bisturí: señalo el sujeto que dice interesarse en una objetividad exterior. Finjo.

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