Vivimos entre el ridículo y la pompa, sordos al logos y al destino.
Si anudo lo que sostiene Platón acerca de la escritura, con lo que escribe acerca del amor y la locura, si lo paso por la túrmix erasmista, cristiana, prerreformista, obtengo una vaga idea: la de un best seller con ecos de Umberto, que no sé si se queda a vivir en el territorio midcult o apunta hacia algo universal, como el nombre de una flor mística y la realidad que la soporta o es soportada.
Anoche tuve un extraño sueño: vi delante de una puerta la escultura de un perro sin cabeza. Vuelta la figura hacia el interior de la construcción, en cuyo carácter civil o religioso no me fijé, no sé decir si es que el can carecía realmente de cabeza o era que esa parte fundamental de su cuerpo estaba envuelta en la penumbra de la entrada, en un hueco más negro que sin color, si me queréis entender. Seguí andando, y al cabo de nada, según la medida que gastan los sueños, encontré en el enlosado de la calle un agujero cuadrado, como hecho a propósito, que no daba para la impresión de un abismo o entrada al infierno, nada más que para echarse a un lado, evitando la caída y una fractura en la pierna de lenta recuperación. No quiero pensar ahora en que yo haya soñado con el filósofo Kant, alguien olvidado, en uno de sus paseos higiénicos por la pequeña ciudad del norte, y que haya cometido la suprema blasfemia de descabezarlo y de ponerlo en peligro de caer en un hoyo, como un Tales cualquiera que no se fija en lo que pisa por mirar demasiado al cielo o a lo oscuro (los físicos dicen que frío). Por dos veces he soñado la tentación de lo inquietante: en la entrada negra de la construcción, tanto que no me atreví ni a preguntar, y un poco más adelante en el agujero más tranquilizador del suelo, más dominable o doméstico. Temo también por mí, por mi razón, pues creo que me he figurado, estando dormido, que yo era el viejo sabio en sus horas modestas de paseante. Eso no lo resisto, un pecado así no me lo puedo perdonar.
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