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2 de diciembre de 2011
Una tarde en el campo
Hallamos un morboso placer en la inclemencia de las estaciones, en los lugares apartados. Están cerradas las ventanas y no vemos los árboles de afuera, pero podemos oír el viento que se cuela por las rendijas. Nos acompañan, dentro, voces e imágenes artificiales. Querríamos algo más, aunque se sabe que un mundo reducido a unos pocos elementos sigue siendo habitable. El aire de fuera, serpiente invisible que acaricia las rams de las palmeras, nos recuerda el aliento de los vivientes. En un mundo empobrecido los dioses encuentran cobijo. Basta con que esté abierto el corazón de los hombres. Ojalá pudiéramos comunicar lo que sentimos, esta helada ardiente, esta llama fría. No. Demasiado literario. Estamos solos, sí, porque en este momento nadie conversa en vivo con nosotros. Pero las imágenes de los tenistas (final de la Davis) y la música de Ellington (1959, Dios mío) dan un poco de consuelo y de recuerdo. No llegamos a sentirnos solos, aunque nos tienten las inclemencias. Tenemos una obligación sagrada, y está a salvo de las leyes. De todas, como norma sagrada. Consiste en esta vergüenza que nos liga a los jóvenes y los niños... a querer cuidarlos y pedir que no tengan frío.
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