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15 de marzo de 2014
Soñé que enfilábamos una empinada cuesta, una multitud por el asfalto pisándonos los talones. Nos dirigíamos a una fonda o mesón donde repara fuerzas. (Vamos, un sendero a los que soy tan asiduo desde hace años.) Advertí que había perdido mis zapatillas. Alguien me había pisado, con malicia y sin ella, y me había descalzado sin yo darme cuenta. Pensé no en la incomodidad sino en mi vergüenza. Tengo un crédito moral y no puedo andar a pies desnudos, debí decirme en mi interior. Conforme monologaba de ese modo mi razón práctica, casi sin querer metí los pies en sendos zapatos, no eran idénticos pero tenían un color aproximado y, lo fundamental, el mismo aire de familia. Seguí andando con ellos, intentando o queriendo que los demás no se dieran cuenta de la torpe reparación de mi pecado. Cuando llegamos a la parada me apresuré a sentarme a la mesa, cubriéndome lo más que pude con el mantel de tela, como debió hacer Adán al caer en la conciencia de su estado. Lo curioso es que hace un rato he creído descubrir la solución del acertijo. La empinada cuesta, los zapatos discordados pero no disímiles, la desnudez más o menos figurada, las soluciones de urgencia... Y he pensado en un libro en concreto y en mi oficio. Aunque no por ello he logrado obviar la vergüenza remanente y su restallante efecto de culpa. Necesito un confesor, pero hoy hace un día muy bueno, de sol tibio, y seguro que se han ido todos a la playa.
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