Yo no sé por qué razón habría de inventar yo, teniendo tan a la mano las barras niqueladas de los bares de pueblo. Es una noche deshabitada, después del chaparrón y cuando las buenas gentes se han recogido. A mi derecha de narrador que está mirándose en el espejo, el viejo amo del local intenta entablar ligazón con la rusa jamona. No diré que anticipándoseme. Se acerca a ellos otro parroquiano, del que inmediatamente conocemos que es cultivador de habas. La charla discurre inocentemente entre ellos, acerca de las ventajas de los conejos libres sobre los de granja, y sus durezas relativas. A mi izquierda, el acordeonista trascordado, al que ya he traído alguna vez a estas páginas, intenta acabar con las reservas de bacalao frito. Más a mi izquierda y al fondo, tres solterones más que maduros están por reactivar la economía: dos cafés y una magdalena. 3, 50 ers. Pago y ya voy pensando esto que escribo ahora, si ya no es que lo pensaba antes de asomar por la puerta, o al mismo llegar. Las calles están vacías, de gentes y de luz. La lluvia caída, el asfalto mojado, no dan ni para reverberos. En una esquina hay un viejo sentado liando un cigarrillo. Para qué voy a inventar yo...
No hay comentarios:
Publicar un comentario