Una máquina circular,
un disco rayado,
una luz o una llama a la que se vuelve,
deseando morir,
mis pasos en esta calle
que resuenan en otra calle,
los capítulos 58 y 131 de Rayuela,
la forma en que os perdí
a lo largo de siete bíblicos años,
que no pasen o que pasen cinco años,
una espiral vista en un triclinio en Viena,
la trayectoria de la mariposa hacia su fin,
un viaje que te devuelve a ti,
el toro vuelto a corrales,
la costumbre de ir perdiendo,
las estaciones tras las que no he aprendido nada.
Los viajes en los que me pierdo,
los viajes en que te encuentro,
las casas destrozadas.
(En esta costumbre de vivir
no encontramos reposo:
sufrimos y hacemos sufrir.)
Mi soledad ardiente o fría,
los años, pocos, de los niños,
esta pobreza deseada,
ajena a la política,
las veces que el paciente da las gracias
a causa de la llama a deshoras.
Un libro, el mismo libro, otro libro,
las mismas o diferentes palabras,
ir lanzado hacia la meta,
encontrarse con la tortuga que obstruye el camino,
igual que un sueño metafísico,
de Carrá, de Chirico o de Zenón,
aquel pintor de la parada.
El sueño de la ciudad a lo largo de estos años,
calles negras, plazas oscuras,
ponerme en marcha y despertar
sin encontrar la obra que busco.
La obra, dios mío,
¿qué obra puedo realizar yo,
que no sea desvencijar el reloj,
sacar su maquinaria -suiza- a la luz,
dejar que el óxido actúe con sus abrazos?
Las imágenes pueden más que nuestra lengua,
qué vamos a decir de los deseos:
éstos barren con el mundo,
encuentran su figura,
a falta de algo mejor,
en los caminos que labran los hombres
para ir de un sitio a otro,
de una ciudad a otra ciudad escondida,
buscando siempre huir más que llegar.
Al cabo no encontré
ningún otro dios
que este sol tibio
asomado entre nubes,
obediente al mes de abril:
un fuego que atiza el rescoldo
de corazones en barbecho.
No una ciudad
-las ciudades te escupen
una muchedumbre ajetreada
que se ha olvidado de vivir-,
una casa prestada,
una soledad cercana y caminos
y tierras de labranza.
Volví a lo que yo era,
doblando los años míticos
en que os fui perdiendo.
¿Qué era yo? ¿Quién me puso en el error?
Fui yo, el paciente, yo mismo,
nadie más.
Unas fechas míticas,
unos años que no son míos,
Dámaso en Madrid,
Lorca en Nueva York,
Kavafis y sus islas,
Pessoa, ah, Pessoa!,
el letrado triste de Doradores:
lo negro, siempre lo oscuro.
Pero no, lo claro igualmente:
Camus y la playa,
a la que se agradece
igual que si fuera un maestro,
el único que cree en ti,
el único que vale.
Te obligarás después a serle ingrato.
El vino derrotado de las tabernas,
alguien que cruza una calle y que piensa.
No hace falta más que mirar,
lo veo cada día al pasar por mi calle,
cuando voy a verte,
sentado allí dentro,
mirándome a mí mirar,
preguntándome yo
qué pensará este hombre,
de mí que lo observo,
de su vida, de todo.
¿Pensará?
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