Acabando Nacimiento de la biopolítica, de Michel Foucault (1926-1984). El autor francés era aficionado a las particiones históricas llamativas, a los momentos críticos que jalonan la historia heroica, aunque sostuviera que no. Así, localiza el acta de nacimiento del concepto de una sociedad civil en Adam Ferguson (1783), no en el liberal Locke de un siglo antes. En éste, todavía, la sociedad civil se identificaba con la sociedad política, escribe Foucault. En razón de lo cual la sociedad civil no puede desempeñar ese lugar intermedio, espacio de transacción o correlato del régimen moderno de gobierno (gubernamentalidad liberal). A mí esto no me interesa: no creo en los milagros de los nacimientos... académicamente instituidos. Me llama la atención, sin embargo, la manera en que Ferguson asienta la sociedad civil en el seno de la misma naturaleza, el conato de esta última hacia la primera: la imposibilidad de encontrar al hombre natural fuera, independiente, isla o rey absoluto, de los grupos sociales, al hombre sin habla, al hombre puro. Me llama la atención el experimento ideal que nos demanda Ferguson: imaginar lo que ocurriría si un grupo de niños fuera abandonado a su avío y pudieran sobrevivir, imaginar lo que nos encontraríamos pasado el tiempo. Una sociedad, con sus virtudes y defectos, un lenguaje, establece Ferguson.
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Una explicación que me viniste a pedir, para mi querido amigo, con todo el afecto; a pesar de lo que me avergüenza su juventud, sentimiento que normalmente consigo vencer:
Esta transparencia que yo digo, de las palabras, en la que no creo, no es la que va del signo a la cosa (una realidad, un significado, un conjunto diferente de palabras). Yo no creo que del signo vaya nada a ningún sitio. Los signos, vistos de cerca, cuando se ha convivido largo tiempo entre ellos, son realmente opacos, no dejan pasar nada, la vista no los atraviesa para ir de ellos a ningún sitio. Los signos no son de cristal, y si estuvieran hechos de cristal se romperían.
Los signos: qué ilusión adorarlos, qué prestigio cuando se habla de ellos. Nos ponemos la corbata de semiólogo y nos pensamos que somos importantes. Me refiero, cuando escribo de signos, a las frases que nos vamos diciendo, a las más inocentes justamente, aquellas que se arrojan sin prevención al mundo o a la cara del otro. Sucede que unas frases no van desbrozando el camino que van cerrando otras. Al contrario suele suceder: unas frases llueven sobre mojado, se acumulan unas sobre otras, añadiendo dudas a las dudas e incertezas a las que ya había. De esta montaña acumulada de detritus ningún mágico Descartes nos puede despertar para que podamos decir: Eureka, yo he subido a la montaña, esto es que pienso, esto va a ser que soy. Nada, nada de eso. Cuando yo escribía transparencia (recordando a JRJ) no pensaba en la cosa que mentaba la palabra, o que no la mentaba pero invitaba a su designación, a buscarla. En un verso maldito apuntaba LGM (granadino) que cuando tú me llamas, amor, yo busco un taxi. Aquí la designación cae (caía) no por lo dicho, ¿qué es lo dicho?, sino por los actos que resultan: coger el teléfono, comunicar con centralita, salir a la calle y esperar que se acerque el coche, llamar luego a la puerta del piso... Pero yo no me refiero para nada a esta exégesis inmediata de un verso algo canaille (el amor en prosa). Porque para mí un término del habla, o esas extrañas combinaciones que salen cuando hilvanamos unos términos con otros obedeciendo como corderos a la gramática, es únicamente transparente cuando se omite, cuando se omiten todos, cuando no hay más que el silencio alrededor (una lluvia de primavera no hace más que puntearlo, el cliqueo del teclado lo mismo) y querríamos tener todo el oro del mundo, robarlo si fuera preciso, para entretener nuestro tiempo en el encuentro inesperado. Las palabras designan de verdad cuando se vive con ellas a solas. Rosa o ángel.
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