Lo que temo, el diletantismo: la tendencia a caer en la superficie de las cosas. Las intenciones son grandes, pero irrealizables: falta la constancia, fallan los nervios. O no sirvo para trabajar según unas reglas: no conozco el método, y lo que para unas cosas parece una virtud, para otras lo estropea todo. (No siempre el temperamento anárquico cumple con su función, con lo que debe.)
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A veces pienso que la filosofía ha caído en el diletantismo. La divulgación científica constituye una de las formas de ese vicio. Creo que no hace más que aplicar sobre un objeto concreto, humanamente comprensible, la idea de la actividad filosófica como "actividad" antes que como filosofía: un trabajo que ha perdido sus objetos, sisífico, desesperanzado... necesitado de amor, el que entra en su nombre.
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Se piensa en modelos de decisión prudencial, en la manera de ajustar la inteligencia a los problemas prácticos. Esto requiere un gran caudal de información, cuidadosamente asimilada. (No se puede admitir la frivolidad.) Debe uno dejar de lado los compromisos afectivos, la cercanía de los objetos. Estos deben ser extremos, pero nuestro comportamiento con ellos debe ser el del entomólogo, distante, frío, glacial.
Con toda esta inhumanidad habremos ganado -no obstante- el método correcto para administrar correctamente las cosas humanas, y la guerra no continuará la política de ningún modo. (No hay mal que por bien no venga.)
La práctica política, tal como la conocemos diariamente, está al borde del crimen (su nombre histórico es "guerra civil"). No se es consciente de que nos salvan las circunstancias, el ir pasando mal que bien propiciado por la bonanza económica... por la actuación de los auténticos sabios de manos firmes y cabeza astuta, los economistas.
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