(Los vivos y los muertos)
Al final de la calle del Muro (en uno de sus extremos, en el otro da a la plaza de la iglesia), llamada así por la construcción en piedra que protege la parte baja del pueblo de las avenidas periódicas y terribles de la rambla, estaba una de las librerías-papelerías de A. Había otra en la Avenida Pío XII, regentada por un matrimonio mayor. En el lugar de la primera, una vez rehabilitada la vivienda, se encuentra un bar de clientela mayoritariamente inglesa, que se hace ilusión -en el mirador acristalado- de ver una escena romántica que no existe (delante de su ojos sólo está la piedra y el cielo de nubes lentas); en el lugar de la segunda hay una joyería (y acabo de recordar que no he recogido el reloj). Creo que los propietarios de las dos librerías deben haber fallecido ya todos, aunque le perdí la pista al matrimonio mayor. Pensando esto, no puedo evitar sentir cierta vergüenza de mis pasados errores de adolescente, que supongo que habrán prescrito. Pues no me abandona la idea del alma suspendida de los muertos (empezando por mis padres) vigilando la conducta de los herederos, por ver si han progresado en la vida, convirtiéndose en personas de provecho. Intento (y es lo que más dolor me produce) que mis errores pasados se hagan prudente consejo en la educación de mi hija, supongo que sin lograrlo, a pesar de la buena intención. También a los vecinos les debemos, porque siendo nosotros jóvenes nos hacían sentir como personas.
Hace unos años, en el taxi (¿de línea? ¿interurbano?) que cogíamos para ir a Granada, coincidí una vez con Juan, el marido de Iris. Tenía que ir al hospital, y no sé si es de ese momento, o de otro cercano en el tiempo, una conversación acerca de su problema de salud: "¿Eso duele?". La pregunta me rebota ahora, unos veinte años después, y la idea de que al hombre le quedaba poco tiempo de vida, una impresión que no tiene por qué ser correcta, aunque me angustia. Es mejor pensar que la deuda la tenemos también con los vivientes: como el propietario de la confitería, que todavía me saluda (y no es que le diera motivos para no saludarme; quiero decir solamente que no se ha olvidado de mí, así que igual no fui un muchacho tan atravesado).
¡Qué injustos somos con los viejos! Nos cruzamos con ellos por la calle, o los adelantamos: ellos se apartan respetuosamente, pidiendo perdón por su torpeza y achaques. Pensamos, creemos o manifestamos con nuestros actos que ya no tenemos que aprender nada de ellos. De vez en cuando se nos ocurre imaginarnos con su misma indefensión, y lo difíciles que son estos cálculos, sobre todo para los espíritus aprensivos: Joseph Brodsky recurre de vez en cuando a la figura de sí mismo como un anciano (¿se trata de una falsa interpretación mía?, ¿debería decir "parece recurrir" o "supone"?). Lo improbable de su realidad, en la propia percepción del enfermo Brodsky, asienta en el lector la percepción de la deuda y su difícil lugar en la vida, como individuo. Brodsky murió joven, cincuenta y cinco o cincuenta y seis años, lo que nos provoca cierta inquietud cada vez que me cruzo con un viejo que me saluda amablemente desde su portal, y que sabe, ciertamente, mucho más que yo.
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