13 de marzo de 2010

Sombras

En el año 1932, Pedro Salinas, un catedrático de literatura español, poeta con una obra prestigiosa ya a sus espaldas, iniciaba una relación amorosa con la norteamericana Katherine R. Whitmore, profesora de literatura española también. Del nacimiento de esta pasión, su despliegue espiritual y físico, su muerte y su resurrección (lírica) vino luego uno de los más asombrosos poemarios del siglo XX. La voz a ti debida es la primera parte de una trilogía que componen, además, Razón de amor y Largo lamento. Con pocos textos habrá alcanzado este lector irregular una sintonía pareja. Shalamov, en otro orden de cosas radicalmente diferente. O no tan diferente: si amor y muerte representan los dos polos de la vida humana, si ya no acaba ocurriendo que de la muerte del primero no pueda originarse otra cosa que la segunda. Salinas, un hombre ya maduro y casado, cumplía 42 años el año que se dio a la prensa ese libro asombroso y asombrado.

¿Las oyes cómo piden realidades,
ellas, desmelenadas, fieras,
ellas, las sombras que los dos forjamos
en este inmenso lecho de distancias?
Cansadas ya de infinidad, de tiempo
sin medida, de anónimo, heridas
por una gran nostalgia de materia,
piden límites, días, nombres.
No pueden
vivir así ya más: están al borde
del morir de las sombras, que es la nada.
Acude, ven conmigo.
Tiende tus manos, tiéndeles tu cuerpo.
Los dos les buscaremos
un color, una fecha, un pecho, un sol.
Que descansen en ti, sé tú su carne.
Se calmará su enorme ansia errante,
mientras las estrechamos
ávidamente entre los cuerpos nuestros
donde encuentren su pasto y su reposo.
Se dormirán al fin en nuestro sueño
abrazado, abrazadas. Y así luego,
al separamos, al nutrirnos sólo
de sombras, entre lejos,
ellas
tendrán recuerdos ya, tendrán pasado
de carne y hueso,
el tiempo que vivieron en nosotros.
Y su afanoso sueño
de sombras, otra vez, será el retorno
a esta corporeidad mortal y rosa
donde el amor inventa su infinito.

Es éste el último poema de La voz... Contiene, creo, una declaración de derrota y la petición de un reencuentro, para que, encarnadas, las sombras, den en almas. En general, en toda esta primer parte del ciclo, la mística amorosa lo es de manera consecuente, en cuerpo y en alma. Lo que vienen a confirmar los dos últimos versos: habrá invención, desde luego, pero entre cuerpos muy reales. Un infinito aquí, por mucho que se pierda. Igual que si lo hubiera escrito Quevedo, pero sin religión: puesto que las sombras convertidas en almas viven entre la distancia, no en el trasmundo. También ésta en un doble sentido: espiritual y física.

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