Durante el día, el salón bajo, de billar, de tute y de tertulia, estaba animadísimo; durante la noche, la banca y la ruleta, establecidas en el piso principal, y asimismo confortable. Tenían buenas vidrieras las ventanas y balcones de todo el edificio, excepto los de arriba; y era que por llenarse aquellos agujeros de la fachada de aviones y murciélagos, los habituales del Casino, adiestrándose en la caza, matábanlos al vuelo y rompían a tiros los cristales. Al anochecer, y especialmente en primavera, formábase en la plaza un escopeteo de mil demonios.
-¡Hombre! ¡Hombre! -asomábase alguna vez a gritar el juez, con precaución-. ¡Hacedme el repijotero favor de esperar a que uno acabe!
-¡Qué! ¡Ya han salido los chiquillos! ¡Ya anochece!
-¡Pero yo tengo que hacer!
-¿Qué haces?
-Trabajar.
-¡Lo dejas y te bajas!
¡Plum!
Al disparo, el juez se entraba más que listo; y un minuto después, veíasele aparecer también con su escopeta.
¡Plumba!
¡Aire! ¡El último cristal veníase al suelo!
(Felipe Trigo, El médico rural, cap. IV de la segunda Parte)
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