(I)
(Pérdidas masivas) Siempre tuve terror de la muchedumbre, y razones para tenerlo. Quien se sumerge en la masa pierde cualquier sentido para la distinción: esto, que sucede en principio al pie de la letra, provocará por reacción la búsqueda de espacios aislados, la torre de marfil o el cuartucho del bohemio, también la soledad indigna de los pobres individuos habitantes de las urbes de las sociedades avanzadas. Comprendo que el temor a lo oscuro no debe llevarnos al miedo a las gentes, aunque tampoco veo motivos para santificar todas las fiestas del calendario (etnológicamente hablando).
(II)
(Vicente Verdú) Cuánta confusión en las descripciones: se echa de menos el rigor lógico de los primeros críticos de la metafísica (lo mismo vitalistas que empiristas). Desde que prendieron fuego parece mucho más fácil confundir el sujeto y el objeto de conocimiento, desairar la santa neutralidad (¿por qué el científico ha de ser de carne y hueso?: no lo puede evitar, pero no tiene por qué desearlo, sino más bien su sustitución personal por una máquina perfecta; de cristal, si es posible). El diagnóstico correcto acerca de la pérdida de todo el conjunto de predicados que califican moral y religiosamente la identidad personal, la sustitución de esas cualidades abandonadas por sus perfectos contrarios (pluralidad, fragmentación, dispersión, diferencia... ), no tienen que llevarnos a la satisfacción, de ninguna manera. Individuos, si es que así pueden seguir siendo denominados, individuos tan estúpidos como esos serán incapaces de comprender la misma sentencia que les condena, e irán regalados a la muerte. Pero ésta, igual que el dolor, nunca juega a romper las categorías: poniendo en los rostros las máscaras de la seriedad se revela como una maestra rigurosa que difunde conceptos antiguos.
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