Un lector no sabe muy bien qué debe hacer ahora. No liga su vida a una profesión, ni al tiempo de ocio que le deja la profesión. La obra no sucede ya para un auditorio que la aclama o la desprecia, sino a través de un medio frío, universalizado, que no le lleva a él -sí, el autor- ni a lo que dice a establecer contacto.
Puede dejar pasar las horas escribiendo con los ojos, leyendo con las manos, sin más huella que lo que va sintiendo por dentro, palabras que llaman a palabras y que siembran dudas: confunde lo que lee y lo que escribe en una identidad que no es de carne sino de signos que le enredan, mucho más allá de él, conociendo nada más que la alegría de la materia ajena que no tiene de qué preocuparse y deambula por las calles de las ciudades exhibiendo su inocencia y su inteligencia.
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