20 de noviembre de 2006

Discurso, recursos, discurrir

Durante bastante tiempo tuve la ilusión de entender cómo funcionaba la razón en cierto tipo de enunciados; algo que supone concebir los enunciados como una clase de herramientas, que además son capaces de trabarse en un sistema, a la manera de una unidad de enunciación bien visible y legítima, como sus productos. Por distintas razones, ese proyecto, como otros de carácter más personal, no he sido capaz de llevarlo a cabo: falta de tiempo, de oportunidades, incapacidad... Veía, sí, y sigo viéndolo, la deficiencia de algunos intentos, obsesionados -a mi entender- con explicar las realidades pertinentes relacionándolas con la conducta sectaria, totalitaria (orwelliana), o con una voluntad positiva de destrucción que a mí me parece que es dar por sabido y explicado -dándole un rostro tremendista- lo que se tiene que explicar. Soy aficionado a leer y creo que he ido sacando pistas de unos u otros textos, y que alguna capacidad crítica tengo para ir separando el grano de la paja en los diferentes ensayos descriptivos o interpretativos acerca del asunto que me interesa (el funcionamiento de los discursos). En algún caso, la ambición del escritor se aproximaba en parte a lo que yo pretendía, aunque terminaba por verle las costuras (pues se trataba de un texto, de un tejido) y no entender del todo a dónde se quería ir con lo dicho. Descreo, definitivamente, de la voluntad de tener razón, de torcer políticamente las verdades (haciendo de la parte, el partido, el sistema entero de la realidad). En eso pienso que he ido encontrando mi pequeña parte de inteligencia, en la manera de una visión que no cerca al enemigo dialéctico. Me gusta, sí, la complejidad de la situación: en la misma descripción de la estructura intrincada del problema, en las facetas consiguientes de cualquier intento de aproximación, siempre abiertas, falibles o fallidas. Ni tan siquiera tengo por seguro que este modelo humilde de crítica y contrastación deba gozar de más crédito que otros, y sólo le concedo la prenda de no buscar la solución inmediata y simplificada. Ésta, lo veo muchas veces, consiste en la atribución de responsabilidad, o en su misma difusión, que dota presuntamente a la voluntad humana de una capacidad de disponer los hechos del mundo, igual que si le cupiera una efectiva libertad legisladora (el correlato ético-práctico de una intuición intelectual arquetípica). Esta voluntad está así como el Señor delante de sus obras, Hacedora definitiva y culpable de una creación, que no quiere para sus criaturas el pecado, que se lo reserva sólo para sí.

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La moraleja: Lysenko no podía mostrar la validez de sus teorías, pero socialmente sí se podía imponer la validez de Lysenko.

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El sentido: no quiero, para no ser pesado, adjetivar educativamente lo que he pretendido decir. Nunca he llevado el proyecto a cabo. Todo lo más han sido unos intentos espontáneos y fragmentarios, demasiado emotivos para convencerme a mí mismo. Incluso, es verdad, la validez científica viene como resultado de un posible consenso. Ni eso deseo para mí, sólo la destrucción del edificio de la falsedad: aquél que construye la retórica atea con los restos de la fe (falta y expiación).

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