4 de noviembre de 2006

Tractatus, 6.43

"...
El mundo del feliz es otro que el del infeliz." Sí.
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Esta proposición trascendental, nunca conclusiva, de cualquier acto de memoria autobiográfica dispone de inmediato, ante los ojos, la misma contradicción del empeño: el relato dependerá de la coloración emocional, del juicio fisiológico de valor que nutre las bases de la ética, dejándola impura (more kantiano). Da miedo pensar en las ambiciones del programa de la ciencia unificada, si todo lo que dijéramos tuviera que estar protocolizado: ¡qué pobreza de lenguaje, incapaz para siempre de saltar del es al debe! La impureza de la ética es la misma que la del lenguaje figurado, la metáfora poética vive y viene del mismo ethos. Así, cuando nos cansa la presencia de los otros nos vemos inclinados al silencio.
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(Percepción privada). En un día de constancia lluviosa, aunque no muy abundante, llaman la atención los toques de campana en una iglesia, las gentes que se dirigen a misa en la otra, calados y serios, conocidos míos algunos de ellos. No me gustaría pensar (¿se admitirá la ironía?) que la hipertrofia metafórico-descriptiva, que dedican los investigadorse a la descripción del final de milenio/inicio de milenio, soslayara el ritmo mucho más lento de las vidas: los conceptos, contra lo que podría pensar un platónico, avanzan mucho más rápido que las trayectorias vitales. Tampoco me parece deseable acompasar la rapidez de las ideas a la lentitud de las gentes: ¿seremos tan estúpidos como para querer repetir el crimen, la utopía? Lo somos, porque queremos creer en la necesidad de la utopía, ¿en el crimen primero iniciático?

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