Si la obra es de Dios, queda claro que somos sus personajes. Sin embargo, constituye un abuso del papel nuestro, y de nuestra única propiedad definitoria, el pensamiento lógico, el atrevernos a designar esa autoría cósmica con un nombre propio, y arrogarnos luego la buena conciencia de vigilar los actos de otro.
La única teología legítima debería ser aquella que deja la autoría en el anonimato, a falta de documentos fehacientes que permitan la atribución a X o a Y. En un desconocimiento mutuo tal, ni los dioses se mezclan con nosotros ni tenemos que escudarnos en ellos para salvar nuestros negocios. Al infinito del alejamiento de la trascendencia debe corresponderle una conciencia trágica que, en lo más íntimo de cada uno, se ve obligada a confesar que nada sabe, y que no vale la pena espiar a otros - si se encuentran en nuestra misma tesitura. No obstante, en la obra divina hay personajes y personajes.
El ángel horrorizado es el tiempo.
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