O eso creo. Un sistema educativo
en el que alguien se convierte en el agente de las acciones de otro es un
sistema pervertido desde ese mismo principio estipulado. So capa del concepto
de motivación, o del de buenos docentes o buenas prácticas, en el que aquel se
encuentra enmascarado, se hace creer, o se hace como que se hace creer, a los
clientes, niños, jóvenes o mayores, que existen personas cuya sustancia es la
inocencia (esto es, la irresponsabilidad por sus acciones, entre las que se
incluye la de aprender; esto es, ejercitar la razón), y que por lo tanto no les
incumbe el principio de la libertad personal. Por el contrario, están las
personas que no tienen más que responsabilidad, no ya la de enseñarles, sino la
de motivarles para ser enseñados. Estas personas, que solamente tienen
responsabilidad, sin que puedan compartirla en muchos casos con nadie más,
podremos dudar si poseen una libertad radical que las haga merecedoras de la
culpa en el caso de que no obtengan éxito. O podremos dudar si realmente esto
no importa: que da igual si la causa es la acción libre o es que
ontológicamente se es deficitario en la propia persona para lograr esa esencia
aristotélica de mover o incitar desde el otro lado o el afuera del móvil (cómo
se iba a imaginar el Estagirita que sus principios naturales se iban a
transformar en los axiomas de la enseñanza en los países del bienestar!). Lo
relevante, al cabo, es que nadie es responsable. Nadie no, mejor dicho, sino
otro. Otro que yo. Sigamos así, con paños calientes, fijándonos en el país de
las saunas sin atender a la cualidad de sus clientes. Traslademos al médico, o
al juez, o al policía, al funcionario público de turno, el origen de las
acciones que hasta hace poco eran nuestras. Si enfermo o si delinco, la culpa
es de la Facultad de Medicina o de la Facultad de Derecho. Bien es cierto que
este sabio gobierno (de seres en los que el adjetivo fronético vendría al pelo)
ha hecho compartir la culpa de la enfermedad por igual: al doctor y al
enfermo/paciente/cliente le corresponden proporcionadamente sus deméritos. El
primero es un incapaz que precisa del gestor privado para que los medicamentos
hagan un efecto mejor; el segundo, qué decir del segundo!, se ha hecho acreedor
del despido o de la sanción económica, cuando menos, si por efecto de su
libertad o por los déficits de su cuerpo comete el error (quizás esta sea la
palabra, porque deja en terreno neutral o indeciso el tema de si emana de la
libertad o la necesidad) de pillar una gripe o neumonía. Dije platonismo,
supra, pero quien conozca la Tercera Antinomia sabrá comprenderme mejor.
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