En cualquier lugar del mundo hay seres pequeños que tienen hambre y frío, y que no necesariamente van a ser fusilados, y no se entregan con una mirada perdida, como el sacerdote joven de mil noveciento treinta y tantos en España (Guerra Civil) ni piensan que lo que les viene es el dolor y no la muerte (vid. J. Brodsky, Marca de agua, sobre tres ejecutados en Lituania durante la II GM). En cualquier lugar hay gentes que pueblan los bares a deshoras, que hablan entre sí de sus nadas, y hay otros seres que los observan con paciencia y callan. Los camareros trabajan con su lentitud meticulosa, hablan lo adecuado con los clientes y callan con los clientes silenciosos. Gentes humildes, no necesariamente pobres y tampoco ignorantes, que esperan el invierno con el temor que les trae el ser conocedores de su hábito de cigarra (quien canta sabe que lo habrá de lamentar después), y no saber evitarlo, y no querer evitarlo.
Estos hombres y mujeres míos, el jubilado, el artesano modesto, el grupo de aquellos a los que la vida ha hecho solitarios, la muchacha que ha terminado su jornada y se toma su copa y a partir de noviembre se va a quedar en el pueblo donde trabaja (porque nieva y la carretera se hace peligrosa para volver), no tendrían nadie que les contara sus horas perdidas y sus horas ganadas si no existiera un observador también humilde que se aplica también a su tarea. En las ciudades, en las aldeas perdidas, en los pueblos medianos de este valle de paisaje ralo (esto pensaba yo hoy mirando por la ventana, en lo escasa que es la tierra aquí), en cualquier sitio que te imagines hay seres que ocupan sus horas en los bares distrayendo su vacío y así ganan el sueño.
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