21 de octubre de 2010

El estro

Conocemos que algún día saldremos de este ruido, y de este humo y de los ojos turbios. Nos será dado decir algunas palabras de las que quizás no esté ausente la belleza. Dirán ellas del tiempo en que deseamos ciudades e hijos, del amor y las miradas versarán, de los besos perdidos y los versos ausentes, y de la prosa que se arrastra con la fría claridad de los ríos tranquilos. Nos hablarán ellas de otro río, de un río subterráneo y de una estancia fría. Tratarán del pasado, con esa perspectiva que nos regalan los puentes cuando se atraviesan y se salvan abismos. No miras atrás. La edad te ha concedido seguridad y la ha fijado en tus arrugas. Por esas palabras que vienen del futuro tememos, sin embargo, los presentes, nosotros. Tememos que otros negocios, diversas primaveras, vengan a enturbiar nuestra mirada depurada, y se nos impida entregarnos a la tarea que nos fue encomendada, sin pedirlo. La de pintar la belleza sin conocerla, temiéndola, a distancia, la del cantar los cuerpos cálidos y el dulce sabor del vino, nosotros los aislados, los anónimos de las calles que vamos rumiando entre los dientes, no los besos que no damos, sino los versos serenos que manan de una lengua amarga. Hasta nos vestimos con una sonrisa, a fin de aparentar un dominio logrado, del veneno y de la musa.

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Acaso seré yo, amable lector, un poeta, un aprendiz de capullo... Pero si yo solamente soy un hijo de campesinos, que se quedó huérfano a deshora y que no ha sabido gestionar su existencia. Yo no quiero dones ni torres ebúrneas. Quiero el rumor de las olas, el sol al atardecer y a mi lado a hombres como Camus. No descreo del vino ni de la cerveza y las conversaciones amables.

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