El pueblo no podía ser más desdichado -especie de dantesco islote, de sarcástica zahurda en mitad de la hermosura de sus campos. De más lo vieron Esteban y Jacinta, y él muy singularmente al recorrerlo haciendo la visita desde el mismo día siguiente de llegar.
La única casa aceptable, de ocre y azul su fachada, de tres rejas, que daban al Ayuntamiento, era, en plena plaza, la de aquel señor Vicente, capitalista y cacique máximo, más aún que el Cernical enamorado de Palomas. El Ayuntamiento consistía en un zahurdón, cuyo piso bajo se destinaba a escuela; y la plaza venía a ser una un poco ancha calle irregular, desempedrada, llena de baches y de paja, donde cada vieja vivienda, la mayor parte sin revoco y construidas de piedra y barro, trazaba un ángulo, una esquina, utilizables para tener los carros y los cerdos.
Partían de aquí las calles, si de tal modo pudieran denominarse los zigzag y rinconadas laberínticas, en todas direcciones y con un desorden caprichoso. Cuestas, sin cesar; paja, más paja por el suelo, excepto en los sitios donde las rocas asomaban lo mismo que arrecifes. Y como la molida paja de las calles se debía a que en este tiempo recogían la de las eras, Esteban, pilotado siempre por aquel barbero enjuto y tuerto, veíase a punto de naufragar en los montones que cogían de lado a lado. Las casas permanecían cerradas, ahogando de calor a los vecinos, o abiertas al dichoso amarillo tamo que nada dejaba de invadir, pues desconocíanse en las puertas y ventanas los cristales. Un día de viento, había sido para el pueblo un insoportable e incesante torbellino, que lo tuvo envuelto en polvo y en doradas nubes hasta por lo alto de la torre, de cuyo campanario sin campanas, hendido por un rayo tiempo hacía, huyeron sofocadas las cigüeñas.
Felipe Trigo, El médico rural, cap. III
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