27 de febrero de 2010

Felipe Trigo, El médico rural

... hablaron de otras dudas, y entre ellas expuso el joven su temor de que la fe y la razón fuesen filosóficamente inconciliables. Decíalo, porque al leer la filosofía fundamental, de Balmes, y por cierto con el ansia de quien iría a encontrar la religión bien razonada, vio sorprendidísimo cómo en sus primeras páginas, al tropezarse el autor con una previa cuestión inevitable, la de certeza, la de la posibilidad de la certeza racional, pasábale por alto con sólo una disculpa: «Discutir o no admitir desde luego el concepto de certeza, equivaldría a encontrar en el dintel mismo del alcázar de la Filosofía sentada a la Locura» -Esto, según Esteban, era quitarles a todas las sucesivas filosóficas afirmaciones su valor; mas esto, también, según el P. Galcerán, ya que en realidad el concepto de certeza resultaba racionalmente irresoluble, puesto que equivalía a contrastar la veracidad de la razón con la razón misma (lo cual fuese tan absurdo como si un tendero pretendiese con su balanza misma comprobar la bondad de su balanza), significaba la miseria de la razón y la necesidad de recurrir a la fe divina como única fuente de evidencia y de verdad-. Pero, en caso tal, ¿pensaba bien Esteban?, ¿era insensato aplicar la razón a los problemas religiosos?, ¿para qué Dios nos dotó de la razón?, ¿por qué Balmes y los filósofos cristianos obstinábanse en escribir filosofía, dirigiéndose a la humana inteligencia, siendo así que fuese más sencillo hablar del sentimiento y dirigirse al corazón?... Inútilmente el misionero afinaba su dialéctica; siempre Esteban le ponía nuevos reparos...
(...)
... la bizarra cuestión de la certeza había despertado en el P. Galcerán el gusto de seguir conversando de otros filosóficos problemas, curiosos, aunque enteramente ajenos, en verdad, a la tribulación del catecúmeno: de las categorías de Leibnitz..., de las antinomias de Hegel..., de los positivismos de Bacon y de Spencer..., de las condiciones determinadas de Bernard... Un poco informado Esteban de ellos, la charla hubo de animarse gallarda y desinteresadamente entre los dos, como entre amigos, como entre dos espíritus juvenilmente generosos que admiraban lo admirable allí donde al azar lo iban descubriendo. Los entusiasmos del Padre eran para Hegel, de un modo principal.

-¡Oh, si yo no fuese cristiano -llegó a decir- sería hegeliano!

Así continuaron hablando el resto de la tarde, y las dos siguientes. Por sus afinidades ideológicas, desde la filosofía pasaban con frecuencia al derecho, a la sociología y a la literatura. Ferri, Lombroso, Garófalo, Tolstoi, y Zola, merecíanle bravos comentarios al P. Galcerán. La claridad dialéctica que Esteban le había echado de menos al tratar de sus dudas religiosas, brotaba ahora en las disquisiciones del Padre llena de esplendor. El joven, remitiéndose a la esperanza de los textos ofrecidos, veía que en el redentor de almas buscado ansiosamente no había hallado, por lo pronto, más que al inteligente camarada que también en vano buscó en el triste pueblecillo tiempo atrás. (Cap. XI de la Primera parte)


Considerando que estas conversaciones transcurren en un triste poblachón incomunicado, Palomas, por el cual el espíritu no se deja caer más que en la figura de dos padres jesuitas, deberá el avisado lector pensar en cuánto es lo que se ha avanzado desde entonces intelectualmente. Hasta los cátedros reniegan de estos temas, pues no es lo que nos demanda la sociedad.

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